Un cuento pasado de moda

José Moliner se fue de Castelar del Vallès con una valija en una mano y el estuche del violín en la otra. En Barcelona se subió al barco, y un mes después llegó a Montevideo, harto del mar, desorientado. Después de anotarse en la Casa de Emigrantes, se lavó y salió a caminar con su violín. Se puso a tocar en la plaza Matríz, y un pianista que iba caminando al Teatro Solís le dijo: -Buenas tardes, ¿querés tocar el violín en una orquesta?, vení conmigo. Y José guardó su violín en el estuche y lo siguió, azorado. En América nadie era extranjero.
Cuando José conoció a Erlinda, una criolla de pasado misterioso, no tuvo que explicarle nada. Primero vivieron en una pieza en la Calle Constitución. Después se mudaron cerca de ahí, a una casa larga, angosta y oscura, pero resplandeciente de pasión, donde vivieron durante unos años, sin libreta de matrimonio, él dirigiendo una orquesta del Teatro Solís, y dando clases de violín, ella criando niños.
Eladia nació mucho antes que existiera Estadio Centenario. Lo poco que recordaba de sus padres era que se amaron tanto que cuando él murió, ella lo siguió enamorada hasta el otro mundo, seis meses después. Quizás fue por amor, o posiblemente, de cáncer. Esto pasó cuando Eladia tenía ocho años, y Casandra, diez. Las niñas quedaron bajo la custodia de tutores, pero Casandra prefirió irse pupila al colegio de las monjas Teresianas. Eladia, en cambio, siguió viviendo en la casa vacía de padres, durante una triste y larga década. Que un día terminó, cuando Eladia conoció a Rodrigo. Ella tenía dieciocho años y él, veinte. Fue en el Corso de Carnaval. Rodrigo la vio desde la otra vereda, y quedó deslumbrado. Quizás por eso fue que Eladia nunca lo pudo querer de verdad. Las visitas de novios eran martes y jueves. A las diez de la noche, Eladia acompañaba a Rodrigo a la puerta, y se despedían en el zaguán. Él la abrazaba, ella se resistía un poco. Siempre había que cuidar el honor, incluso en la oscuridad.
Casandra conoció a Roberto Badalamenti en la procesión de la Virgen del Carmen. Él atendía un almacén junto con sus padres y sus hermanos. Casandra y Roberto se veían los domingos de tarde. Tantos años de pupila hicieron de Casandra la antítesis de una monja. Las despedidas semanales eran largas, más húmedas y sofocantes. Roberto le prometió casamiento. Casandra le dio la famosa prueba de amor en su cama de soltera, una noche de carnaval, mientras todos miraban el desfile por la Avenida 18 de Julio. Se casaron en Marzo, y José Carlos nació exactamente nueve meses después de la boda.
Eladia vivió siempre bajo la sombra poderosa de Casandra, imitando sus gustos. Y de a poco empezó a fijarse en Antonio, el hermano menor de Roberto, que parecía nervioso e inseguro como ella, y que en los bailes del Palacio Sud América la miraba de lejos, mientras ella bailaba tangos con Rodrigo. El principal atractivo de Antonio era que nunca se le acercaba. No era tan buen mozo como Rodrigo, pensaba Eladia, pero ese detalle le daba más seguridad. Una noche Antonio la invitó a bailar. Una semana después, Eladia rompió el noviazgo con Rodrigo. Desde ese día empezaron a verse y un año después, Eladia y Antonio se casaron, en la Iglesia del Cordón, la misma donde se casaron sus hermanos, y se fueron a vivir con los Badalamenti a la casa de Villa Muñoz. Por esa época, Roberto puso una carnicería y le dio trabajo a Antonio. Después se compró el auto y luego una casa nueva, con un préstamo del banco y las ganancias de la carnicería. Cuando se mudaron, Casandra y Roberto se llevaron a Eladia y Antonio como parte del equipaje. Eran una ayuda con José Carlos, que ya estaba por cumplir dos años. Casandra y Roberto salían los sábados a la noche, mientas Eladia y Antonio se quedaban en casa. A ellos les tocaba salir los domingos. Casandra estaba embarazada otra vez, pero Eladia todavía no tenía hijos, aunque llevaba dos años de casada. En la casa de altos en El Prado, con terraza de baldosas blancas y negras, nació Clara, una nena regordeta y alegre, que pronto aprendió a compartir la vida con su hermano mayor, el consentido de la mamá. Eladia por fin quedó embarazada pero nadie se asombró, nada se comparaba con las celebraciones que había generado el primer embarazo de Casandra. Pero en aquella época Eladia y Antonio vivían en paz, quizás lo más parecido a la felicidad que tuvieron. Los fines de semana, hasta que nació Elisa, mantuvieron el ritual sagrado de ir al cine y después a comer frankfurters con cerveza Pilsen, en la cervecería La Pasiva, siempre los domingos. Elisa nació cuando ya se hablaba de la Segunda Guerra en pasado, aunque era un pasado muy reciente. Fue una niña introvertida; creció a la sombra de Clara, usando su ropa y sus juguetes viejos. Clara había heredado el carácter fuerte de su madre, o quizás sólo imitaba lo que veía: ella dominaba los juegos, y Elisa obedecía. Creció callada y resentida. Desde la primaria supo cuál era su única ventaja. Elisa era excelente alumna de piano, mientras que a Clara la expulsaron del Conservatorio porque se distraía durante los exámenes. Además, Elisa se destacaba en las clases de Francés, de Inglés, y tenía mejores notas. Clara era dos años mayor que Elisa, y su desarrollo precoz la dejó baja, con caderas redondeadas, muslos fuertes y pechos grandes. Elisa en cambio, era flaca y huesuda, la ropa le quedaba mal, siempre grande y floja. A los quince se apuntó en la Asociación Cristiana para jugar voleyball y hacer natación, y entonces sus piernas se tornearon con la forma que fue su gran orgullo.
Leonardo nació cinco años después que Elisa, y siempre disfrutó de la libertad de que nadie pretendiera demasiado de él. Sus amigos de la cuadra eran menores que los amigos de Elisa, Clara y José Carlos. Eran hijos de la gente bien del barrio. Quizás por eso, Leonardo tenía modales más finos que su familia. No se parecía a su padre, Antonio el carnicero, que llegaba a casa sudado todas las noches, aunque hiciera frío. Jamás le interesó el fútbol ni el tango. A los siete años, su ídolo era el papá de Daniel y Sofía, los vecinos de al lado. Gastón Ruiz era contador y su esposa, Gabriela, profesora de francés. La casa tenía las paredes tapizadas de bibliotecas, y en el tocadiscos se escuchaban discos de Aznavour, Piaf, Gerschwing. Gastón Ruiz se perfumaba para salir a trabajar, y Leonardo podía sentir su perfume, subiendo por el jardín, hasta la ventana de su dormitorio. Admiraba su voz, sus ojos, su ropa. Leonardo era feliz en casa de los Ruiz. Allí pasó casi todas las tardes de su infancia y adolescencia, jugando o estudiando con sus amigos. Pero siempre fue tolerante y afectuoso con su madre. La acompañaba a hacer los mandados, le gustaba verla cuando se maquillaba para salir, vestida con sus twin sets. A veces iba con ella a la peluquería, y miraba cómo la peinaban al estilo Liz Taylor. Pero odiaba en silencio a su padre. Antonio fue siempre un hombre parco, que trabajaba desde el amanecer hasta el anochecer sin parar. Y los domingos después de comer, encontraba siempre un motivo para discutir a gritos con quien estuviera a mano. Después se iba a la cancha de fútbol, dando un portazo. Tuvieron que pasar años para que Leonardo pudiera perdonarlo, lejos de Montevideo. Cuando volvió a verlo, ya no tenía más necesidad de libertad, porque se había liberado de todo: ya había conocido el amor y el desamor, y el dolor desgarrador de la muerte de su amante, Esteban.
Roberto era un tipo cultivado. Estudió Bellas Artes. Tenía talento natural, y luego aprendió los secretos de la escultura. Antonio en cambio, desde que terminó la escuela, se fue a trabajar al almacén con sus padres. Nunca fue demasiado bueno para nada. En todo lo que hacía destacaba su mediocridad: vivía con un sentido de inferioridad que le hacía detenerse frente a los desafíos. Ese lugar supremo era para su hermano. La figura paterna de Elisa y Leonardo fue su padrino, Roberto.
En aquel tiempo, una carnicería era un excelente negocio. Como Roberto sabía ahorrar, en pocos años abrió otra carnicería en el barrio La Paz. Luego se compró un terreno y mandó construir un edificio de apartamentos, de dos pisos, para tener una renta. Siempre tuvo una intuición potente para el progreso, los negocios. Antonio nunca quiso aprender a manejar. No quería gastar sus ahorros en un auto, y menos en ponerle nafta. Toda su vida ahorró. Aunque nadie supo en para qué. Ni siquiera gastaba demasiado en sus amantes. Siempre fue demasiado mezquino para esos despilfarros. Eladia nunca tuvo un amante real. En sus fantasías tenía encuentros ocultos con Rodrigo, su antiguo novio, quien le siguió mandando un ramo de rosas rojas para su cumpleaños durante muchos, muchos años. Y Roberto, su cuñado bueno mozo, alegre y cariñoso, le fascinaba, pero nunca franqueó la puerta misteriosa de la infidelidad. Cuando eran jóvenes, Eladia toleraba los embistes sexuales de Antonio con paciencia, pero también los disfrutaba. Ella prefería no pensar en la rabia furiosa que sentía cuando él la penetraba. A medida que se fueron haciendo viejos, sólo quedó la rabia y nada del goce. La rabia de vivir doblegada. Eladia se sentía una víctima del mundo. Se pasó la vida esperando que pasara algo.
Casandra tuvo varios amantes. Probablemente muchos menos que los que tenía Roberto. Casandra se hizo un aborto una vez, en casa de una partera del Barrio de la Unión. Roberto lo supo y la increpó: -Te lo sacaste porque no era mío. Ella no contestó, y todo siguió como si no hubiera pasado nada. Clara tenía entonces seis años. Ambos matrimonios se sostenían con una vida propia que era independiente del sentimiento de cada uno de sus integrantes.
Apenas cumplió dieciocho años, Clara se ennovió con Pedro, un muchacho del interior, buen mozo y estanciero. Quería ser maestra pero no terminó los estudios. En cambio, hizo un curso de cocina en la UTU. Quería ser una buena esposa. Su mayor preocupación era en pensar qué postre preparar, y cómo vestirse para esperar a Pedro, cuando venía a cenar después de clase en la Facultad de Agronomía. José Carlos y Pedro se hicieron amigos pronto. Contaban chistes verdes, escuchaban a los Wawancó y a Julio Sosa, jugaban a las cartas. Clara participaba apenas en la periferia de esas reuniones, dejando a los hombres con sus cosas. Pedro era suyo a la hora de la despedida. Cada noche le daba una dosis de pasión histérica, cada vez con más pasión y menos histeria, así se aseguraba de que al día siguiente volvería. Elisa traía discos de los Beatles y se los hacía escuchar a sus primos. Ella fue la primera que se decidió a votar al nuevo partido, al Frente Amplio, -los comunistas, como decía Antonio-, porque la entusiasmaba, y por ser diferente. En general, Elisa se sentía ajena a su familia, eso le había generado un sentimiento de superioridad que apenas disimulaba hablando poco y leyendo mucho.
Casandra y Roberto estaban satisfechos con el futuro yerno: de buena familia, estudioso. La inversión de años de trabajo, para criar a una hija educada y hermosa había sido exitosa. Y como eran los tiempos de las vacas gordas, decidieron irse a Europa de viaje para festejar, pero tomando turnos, como siempre. Primero se fueron Casandra y Roberto, con Clara y Elisa. Durante los veinte días de viaje en el barco de la Polvani, Clara lloraba todas las noches, porque extrañaba a Pedro. Elisa lloraba porque se perdía los exámenes de Bachillerato. Cuando llegaron al Peñón de Gibraltar empezó la maratón de ciudades, hoteles, y excursiones que los llevó desde España hasta Grecia, sin esquivar ni un rincón del viejo continente. Tres meses después, el gran crucero los trajo de vuelta al barrio, exhaustos. Recién allí comenzó el viaje eterno de la memoria, la Europa lujosa a la que volverían en sus recuerdos cada vez más fulgurantes, cada vez más perfeccionados.
El primero en hacerse un pasaporte italiano fue Leonardo, cuando llevaba unos meses viviendo en España, ya bien entrados los setentas. Lo siguió Elisa unos años después. Ni Clara ni José Carlos pensaron nunca en irse. José Carlos tenía su Opel nuevo, su trabajo en la carnicería, su libreta de teléfonos llena de nombres de mujer. Clara tenía muchos hijos, muchas empleadas. Ni siquiera pensaba en trabajar. No se imaginaba que su marido iba a terminar vendiendo la estancia a unos argentinos para salvarla del remate del Banco República. Pero para todo eso faltaban años.
Elisa pensaba que el casamiento sería la liberación. Irse de su casa y vivir libre. El novio era una excusa. Julio Campos parecía un buen tipo. Elisa lo quería sin demasiada pasión, porque todavía no conocía el deseo y creía que esa amabilidad suave y tediosa de las salidas de los sábados equivalía a estar enamorada. Él era un flaco huesudo, nervioso, inteligente, pedante. De familia de abolengo, esa familia política que ella odiaría unos años más tarde. Una vez, mientras eran novios, ella lo dejó. Él vino a buscarla a la puerta de su casa, con un ramo de rosas rojas. Ella lo dejó entrar, porque estaba aburrida. El noviazgo continuó con la intensidad de una garúa sobre la tierra seca del verano. Julio consiguió un puesto en el Banco de Montevideo, así que decidieron casarse. Elisa planeaba seguir estudiando para recibirse de profesora de Inglés. El padrino Roberto le dio a Elisa un departamento para vivir, El lugar era chico y oscuro. Pero para ellos era suficiente. Elisa y Julio creían que ellos iban a ser diferentes a sus padres. Todos los problemas se resolverían entre conversaciones educadas. La fiesta de casamiento fue un acontecimiento en el barrio. Los vecinos que no estaban invitados fueron igual hasta la puerta de la Iglesia de los Carmelitas para ver el vestido de la novia. Se fueron de luna de miel esa misma noche a Buenos Aires, a un hotelito sobre la calle Florida. Las primeras convergencias sexuales resultaron una decepción para Elisa. Ella no imaginaba que la virginidad, ese tesoro tan cuidado, podía ser un estorbo tan grande como una cortina vieja que impedía el paso de la luz. La cuarta noche, Elisa se durmió aún siendo virgen. Después de cada forcejeo amoroso, Julio optaba por reposar leyendo la Biblia. O se masturbaba en silencio para poder dormir. Elisa disimulaba la humillación en la oscuridad. Empezó a pensar que su cuerpo no era atractivo, que sus gestos en la cama no eran apropiados. El sexo le resultó una incómoda desilusión que prefería mantener en secreto. Seis meses después de casarse, Elisa decidió dejar las pastillas anticonceptivas, ya que los juegos sexuales con Julio eran bastante escasos, y la mayoría de las veces él no conseguía sostener sus erecciones. Ella no sabía de los Valium que tomaba su marido, y no sabía lo que era la libido. De esa insípida colección de frustraciones, y sin que Elisa lo hubiera planeado, nació Violeta, nueve meses después.
La dictadura ya llevaba instalada tantos años que nadie sabía si alguna vez se iba a terminar. Pero aún así los Badalamenti seguían su vida en Montevideo como podían. Escuchaban tangos en la Radio Clarín, hacían asados los fines de semana, Casandra iba a la peluquería los viernes, Roberto hacía esculturas de vez en cuando, José Carlos cambiaba seguido de novia y de auto, Clara venía cada mes de visita desde Las Casuarinas, la estancia de Pedro donde vivía y mandaba su suegra. Mientras tanto, Antonio seguía sudando en los ómnibus llenos de gente, Eladia seguía criticando a su hermana, siempre a sus espaldas, Leonardo sacaba su pasaje de ida a Madrid, y Elisa pensaba en otra cosa mientras estudiaba: su mamá y su tía le cuidaban a Violeta toda la semana, para que ella pudiera ir al Instituto de Profesores, pero ella se pasaba las horas pensando, desilusionada y aburrida con su marido, esperando que la ropa húmeda se secara, colgada en el o pozo de aire inmundo del apartamento helado donde vivía con Javier.
Una tarde de marzo, cuando Roberto todavía se sentía jóven y fuerte, supo que tenía cáncer. Para entonces Elisa ya se había separado de Javier, tras años de frustraciones sexuales, peleas a los gritos y algunos floreros rotos. Toda la familia estuvo de acuerdo con la separación. Javier era un inútil, un insoportable. Elisa odió a Javier durante años, hasta que lo olvidó del todo, del otro lado del océano.
El fin de los Badalamenti empezó con la muerte de Roberto. La leucemia lo consumió en menos de tres meses. Lo velaron en el living de su casa, con gran asistencia de público, y Casandra que sufría con gran teatralidad, lloraba a gritos, mientras se tironeaba la ropa de luto:- ¿Por qué me dejaste Roberto?... ¿Qué voy a hacer sin vos?. Casandra hizo muchas cosas sin Roberto. Ella siempre quiso vivir en un apartamento en el centro, cerca de Dieciocho de Julio. Con un horno nuevo, una heladera nueva. Primero vendió todo lo que le sobraba: una de las carnicerías, los departamentos de alquiler, la casa. Por supuesto que le dejó la otra carnicería a José Carlos. Y Clara recibió su herencia. Elisa peleó a los gritos porque le sacaron su departamento. Antonio peleó a los gritos reclamando su parte de la herencia, que no existía. Eladia se calló la boca, como siempre, pero criticó a Casandra a sus espaldas. José Carlos se encogió de hombros y se fue a vivir con una novia diez años mayor que él, que quería hacer el amor todo el día y que lo cuidaba como una madre. Y Clara no pudo venir, estaba muy ocupada con sus cuatro hijos. El odio silencioso se instaló en lo que quedaba de la familia, y se mudó al apartamento del centro. Eladia y Antonio no tenían plata para irse a vivir solos. Además, Eladia no resistía estar separada de su hermana, la necesitaba tanto como la odiaba. Sólo así soportaba vivir con Antonio, que se había jubilado y los días se hacían mucho más largos con él en la casa. Al principio él se iba a pescar todas las mañanas a la Rambla. Traía unos peces contaminados por el agua del caño maestro de la cloaca, que olían a mierda. Después de meses sin que nadie comiera lo que pescaba, se le ocurrió una idea. Entró a la cocina para ayudar y no se fue más. Se peleaba todos los días con Casandra y Eladia por todo, y por cualquier cosa. Su mayor preocupación era no desperdiciar nada de nada. Su ropa estaba tan vieja y rota que parecía un bichicome cuando andaba por la calle. Elisa se había mudado al apartamento del centro. Ahora vivía con su hija, sus padres y su tía. Tenía tres trabajos como profesora, en Liceos de turno mañana, tarde y noche. Compartían el mismo dormitorio con Violeta, en dos camas gemelas, como dos hermanas. Mientras tanto, ella seguía imaginando cómo escaparse de esa vida sin novio, sin casa propia. Cuando vino la devaluación y los ahorros del Banco Hipotecario se convirtieron en papelitos, se decidió. Renunció a sus empleos con un suspiro de alivio. Faltaba poco para que se fueran los milicos, pero ella buscó las dos valijas que estaban arriba del armario, las llenó con ropa de invierno y de verano y se sacó un pasaje a Madrid. No podía llevar a Violeta, lo mejor era que se quedara en Montevideo. Sus padres y su tía podrían cuidar de la nena mejor que ella, estaba en buenas manos. Si, su familia, los que resultaban tan desquiciantes en su infancia y juventud, y que eran los culpables de todos sus traumas, eran los idóneos para cuidar a su hija.
Una mañana Eladia atendió el teléfono y una voz lejanamente conocida le dijo:- Hola querida, ¿cómo estás?, ¿sabés quién habla?. Eladia escuchó la voz, contestó las preguntas. Se sintió viva, algo que no recordaba desde cuándo no le pasaba. Colgó el teléfono y se sentó en el gobelino del living, el de terciopelo bordó que se usaba sólo en las fiestas. Sentía los golpes de su corazón tan fuertes que tuvo miedo de tener un pico de presión. Fue a buscar la pastilla, echó la cabeza para atrás y se la tomó con un impulso tan exagerado como si se tragara una bolita. Esa tarde, después de limpiar la cocina, se bañó, y se puso su trajecito de lino. Dijo que iba al médico. Rodrigo la esperaba en la confitería Oro del Rhin, en una mesa contra la pared. Llevaba un traje con pañuelo en el bolsillo. Se paró para recibirla y se abrazaron. Hablaron durante dos horas. Eladia se sentía otra mujer. Él le dijo que siguió pensando en ella, siempre. Que vivía en Paysandú desde hacía unos cuantos años, viudo. Que si a ella le gustaría ir a visitarlo, y quedarse unos días, o para siempre, con él. Que todavía estaban a tiempo. Que nunca era tarde para el amor. Lo que escuchó esa tarde de verano era lo que Eladia había soñado durante décadas. Pero entonces, volvió a mirarlo mientras él hablaba, y no se sintió tan emocionada. En ese momento mágico, hermoso, supo que Rodrigo no le importaba. Quizás fue el miedo. O el orgullo que no le permitió aceptar que toda su vida había sido una equivocación. Le dijo que gracias, que era muy amable, pero que no podía dejar a su marido, a su hermana, a su hija y a su nieta. Le dio un beso en la mejilla y se fue triunfante de la confitería. Antes de llegar a su casa ya se había arrepentido de cada palabra de las que no dijo, y no dejó de pensar en ese último error de su vida durante años, hasta la tarde de verano en que murió, después de una larga, larga agonía.
Elisa se fue a Madrid a principios del otoño, en el último año de primaria de Violeta. Volvió un par de años después, y no reconoció a su hija en el aeropuerto. Dejó a una niña y encontró a una mujer. Miró a su alrededor, vio un Montevideo gris y pobre, y decidió que era mejor volverse a Barcelona, donde extrañaba mucho pero ganaba miles de pesetas. Se llevó a Violeta. Nunca más tuvo un novio, pero se compró un departamento en un condominio con pileta y cancha de tenis.
Cuando Eladia murió, Casandra se miró al espejo una mañana, y ya no vio a la muchacha rubia que bailaba tangos. Se hizo un moño con el pelo blanco, y se fue a vivir a casa de su hija. Se instaló en la cama del cuarto de invitados y ya no se volvió a levantar. Tenía tres empleadas y a su hija, que la cuidaron muchos años, hasta que murió como una reina. Y Antonio se fue a vivir a Ibiza con su hijo. Leonardo le alquiló un departamento cerca de su casa. El viejo se pasaba las tardes leyendo en la playa, y al anochecer tomaba tapas con cerveza. Cayó muerto de un ataque al corazón, bronceado y vestido con ropa de Tommy Highfiler.