lunes, 10 de agosto de 2015

Rescatando borradores: La caja que perdí aquella vez, y otros retazos.


Soy de tirar cosas. Desprecio el valor de lo material, y no porque soy espiritual, sino por falta de lugar, y por miedo al polvo y las polillas. Pero me persiguen como fantasmas los recuerdos de ciertas cosas que perdí por ese camino, como una caja con todos mis recuerdos de la infancia y adolescencia que había quedado perdida en el fondo del placard en el dormitorio que ocupaba en la casa de mis abuelos donde crecí. Cuando me mudé quedó ahí, y alguna vez me preguntaron por teléfono: ¿qué hago con lo que tenés en tu placard?, yo sin pensar respondí, tirá todo. Tiempo después recordé la caja con los carné del colegio (los boletines, ahora que soy casi una porteña me suena rara la palabra), fotos, y sobre todo, los diarios de mi adolescencia, donde escribí durante dos años cada detalle sobre mi primer amor de ojos azules y pelo enrulado y morocho, idéntico a Tom Hanks en Big. Me encantaría releer mi primera experiencia como escritora pero no podrá ser. Quedará en la neblina del ayer, como dijo Caetano Veloso.
Creo que dejé de escribir en el diario justo cuando me arreglé con Antonio la primera vez, que duró tres días. El primer beso. Del cielo al infierno en un viaje de ascensor.

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De chica no me gustaba comer. Eso decían todos. Yo me acuerdo que me daba arcadas el pescado, la espinaca con salsa blanca. No podía tragar el tomate ni la lechuga, y muchas cosas más. Además, siempre tuve las piernas y los brazos muy flacos, cosa que los hacía parecer más largos todavía. Mi abuela materna me hacía leche con huevo y cinco cucharadas de azúcar esperando que engordara. Yo miraba a mis primos con sus bracitos regordetes, sus piernas torneadas, mis primas con la cola redonda de nena perfecta, y me sentía tan torpe, tan fuera de lugar, como cuando me paraba al lado de cualquiera de ellos y el más alto me llegaba al hombro. Mis primos eran grupos de hermanos como un juego de dados: cinco varones, tres nenas y un varón, dos nenas y un varón. Ninguno tenía a sus padres divorciados, ni era hijo único . Salvo una prima regordeta y ultra tímida, Alejandra, que a partir de los catorce se convirtió de una vez y para siempre, con sus amigas de su colegio americano top,  en una de las cuatro chicas Sex and the City, sólo que veinte años antes de que existieran, siempre fue una pionera. Pero en esa época, cuando éramos nenas, aunque yo me divertía mucho con ella, no parecía que funcionara igual a la inversa. A mí me parecía genial hacerle cosquillas, y ella se lo tomaba como una ofensa personal, al lado de ella, mi problema con mi cuerpo era un chiste. Pero lo raro es que desde siempre me sentí más en un lugar de igualdad frente a mis primas del lado paterno, aunque en mi casa (o sea, donde vivían abuelos, tíos abuelos, mi padrino y mi madre) a mi padre lo llamaban el microbio y el inútil, mierda revenida y sorete mal cagado, y el mayor insulto que me podían hacer era decirme ¨sos igual a tu padre¨ -eso siempre corrió por cuenta de mi tía abuela, alias la yegua, como la llamaba mi madre (que era su ahijada). Desde chiquita viví en medio de la balacera de odio y amor de mi familia italiana-.

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jueves, 28 de mayo de 2015

El apellido


No se escucha más que los cascos del alazán que monta el niño, perfectamente vestido de fiesta dominguera con pañuelo, sombrero con cinta, bombachas con cinturón de monedas, botas de gaucho, y un rebenque en la mano derecha.  Es Toribio el que lo entrena en la prueba de riendas,  firme,  exigente.  Es como una clase en la escuela de choferes,  pero arriba de un caballo, hay que ir sorteando obstáculos
-¡Esquivalo, esquivalo, lo más importante es esquivarlo!
Silencio,  el bosque de fondo hace de pared para tapar el brillo del sol.  El niño hace el recorrido, esquiva, siempre derecho, elegante, fuerte y seguro en su metro treinta. Anda a caballo desde que era bebé, no caminaba y Papá ya lo subía a un petiso tubiano muy manso. Para que se críe  bien macho, bien de afuera, gaucho de sociedad rural,  oligarca testimonial, señor de las tierras que  ya no le van a pertenecer porque el abuelo vendió la estancia a unos porteños justo antes de que el Banco se la rematara.
Ahora  Toribio sólo tiene la sangre oligarca, pero no la tierra. Es administrador de los Jauregui,  que tienen campos en Artigas, en Tacuarembó, en Durazno.   Toribio siempre tan orgulloso y altanero, obedece con delicadeza a  su patrón, Don Jauregui.  Presidente de la Sociedad Rural de Cerro Largo, padrino de la Patria Gaucha. Eso quería Toribio cuando era chico, desfilar con el poncho patrio y la vincha  blanca, como Aparicio Saravia. Pero no, a su padre no le interesaba ni el folklore ni los festivales  tradicionales, la tradición era algo para dejar atrás, prefería estudiar catálogos de cosechadoras nuevas, compró un teodolito para mejorar la siembra,  se metió como dirigente de la Cooperativa de Productores Agrícolas de Salto, siempre votó al Frente Amplio pero nunca le interesó demasiado la política.
 Este es el turno de criar hijos para Toribio: ahora se puede desquitar. La esposa de Toribio viste al niño de gaucho para ir a pasear a la Rural,  y a la bebita también. Toribio se compra caballos purasangre con la plata que ahorra viviendo en la estancia de Jauregui. Le gusta cantar Aparicio Aparicio/te estoy buscando/donde estás General/de poncho blanco,  cuando hace la recorrida por el campo para ver a los animales.
El niño va a desfilar vestido de Artigas en la Fiesta de la Patria Gaucha.  Eso no es pa cualquier culo roto de la ciudad. Toribio puede mostrar todo su desprecio por la vida de Montevideo, esos ómnibus llenos de gente apretada, que no sabe andar a caballo, esos   que le tienen miedo a una falsa crucera, que no saben carnear una vaca. Pero sobre todo, no tienen idea de lo que se siente al mirar hasta el horizonte desde abajo del alero de la estancia, y saber que toda esa tierra alrededor es tuya, de tus hermanos y tu padre, como antes fue de tu abuelo, y de tu bisabuelo, que la heredó del viejo Garzón que en realidad llegó medio muerto de hambre  de las Islas Canarias y se instaló en la zona nomás. 
Ese es el desprecio profundo que le brota más que nunca,  porque ahora él observa hasta el horizonte desde la Casa del Administrador, y ve la tierra de Jauregui.  Entonces hay que aferrarse a la tradición, a lo que los otros no tienen. Eso es lo que le quiere dejar al niño, que va absorbiendo los gestos, la actitud de superioridad. Hay que cuidar cada detalle para crear un perfecto noble ganadero sin estancia.
-¡Perfecto, perfecto, perfecto, perfecto!
El jinete escolar revolea el lazo mientras esquiva tanques de agua vacíos, al galope, con elegancia y estilo, y completa la prueba con la seguridad de saber que está haciendo lo que Papá quiere, con la tranquilidad de haber heredado el  poder mágico, esa cualidad única que  tiene por ser un Garzón. Eso que él ya sabe porque cuando dice su apellido en la escuela, las maestras lo reconocen, la directora ha sido compañera de colegio de sus tíos, sabe quiénes son sus abuelos, es una familia muy grande, lástima que casi todos han perdido las estancias. Toribio  tiene hermanos que se fueron a Miami, donde el apellido Garzón no le dice nada a nadie, cuando lo pronuncian allá en sus trabajos mediocres, no se pueden olvidar del aura brillante que los rodeaba cuando vivían en su ciudad natal. El apellido era algo muy valioso. Ahora, en boca de los gringos se derrite, se desfigura como un sorete pisoteado.
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Toribio sale temprano a hacer la recorrida por el campo, un rato después del amanecer, después de tomar unos mates sentado con las piernas abiertas, en alpargatas, inclinado hacia delante,  repitiendo hasta el infinito la herencia de cada gesto de su padre y de su abuelo. Trata a los peones con la mezcla justa de respeto, distancia, aprobación y superioridad.  Conoce el mundo del galpón, allá adentro él  aprendió cómo funcionaba el mundo,  cuando era chico, observando al capataz de la estancia, sus movimientos, sus gestos y palabras,  incluyendo sus primeros conocimientos sobre el sexo,  gracias a las revistas porno, las diapositivas con fotos a color de mujeres abiertas de piernas,  y también por los ruidos sofocados y los olores y los movimientos confusos que espiaba a través de la cerradura del cuarto de las limpiadoras a la hora de la siesta,  cuando los peones las iban a visitar. Así nacían bebes a lo loco en la estancia, y los peones y las limpiadoras iban pasando, pero siempre quedaba Ernesto, el capataz, que lo trataba con respeto de señor, autoridad de padre, y complicidad de tío. Fue él quien lo bautizó Tobito, cuando apenas sabía hablar.  En su jergón de lana de oveja desayunaba  mate con asado y lo acompañaba al campo donde aprendió a andar en pelo y al galope agarrado de las crines nomás o parado sobre los pingos, a hacer pruebas de riendas, a bailar en las peñas con la música de los Iracundos.  Y un día Ernesto se casó y se fue a España, a vivir con su mujer que era enfermera. Nunca más anduvo a caballo, se convirtió en albañil.  Un traidor.