martes, 5 de agosto de 2014

La lista



Una de las obsesiones de mi vida al principio de los noventa eran los noviazgos largos: a los veintidós mi relación más larga había durado seis meses, en cambio algunas de mis amigas  tenían novios desde hacía cuatro, seis años. A medida que pasaba el tiempo, esos números iban creciendo. En cambio, el número que crecía en mi lista era la cantidad de tipos que pasaban por mi vida. No era una cifra de la que me sintiera orgullosa, pero la lista borrosa de los besos de sábados a la noche llegó a sumar varias decenas, por lo menos. 
La otra lista, la de los que llegaron hasta el final del juego, hasta la posta, era bastante más acotada. Apenas pasó la decena. Y aún así era mucho, comparada con mis amigas que se casaron con el primer novio. Era como si yo me hubiera quedado con el primero, el que me dejó por la novia anterior y volvió, y volvió a irse, y luego quiso volver otra vez,  el que estrenó la lista de traiciones me agarró con el orgullo y la dignidad intacta, así que jamás lo perdoné, y no sólo eso, a la tercera reaparición, yo ya vivía sola, estaba en la facultad, y él me llamaba todas las noches. Eso duró unos tres meses, y lo traté mal, con saña y placer, y él se dejaba tratar mal, a ver si compensaba. Pero se ve que le gustaba el drama. La única vez que me encontré con él, andaba por su tercer divorcio.  
Ese fue el principio de todo, así  se había empezado a esculpir mi tabla rasa del amor. Después del primero, durante un tiempo no me enamoré de nadie. Me estaba recuperando. Bueno, sí, me enamoré un poquito. Fue cuando estuve en Estados Unidos como estudiante de intercambio: era un compañero de la clase de teatro. Capitán del equipo de natación. Alto, rubio, risa fresca. Usaba lentes, era amable y dulce, muy considerado. Una vez me invitó a salir. Se quedaba callado y yo dejaba el silencio libre de mis palabras a ver si pasaba algo, pero nada. A pesar de mi ingenuidad yo sospechaba que era gay, pero a esa edad todas las comprobaciones estaban lejos del alcance de la mano. Ahora, con facebook, lo comprobé apenas nos conectamos. No tuve que hacer mucho esfuerzo, fue lo primero que me contó, además de la foto de perfil con su novio que ya lo dejaba claro. Por suerte no sufrí por él, más bien estuve en un estado de curiosidad permanente, era una ilusión a la que aferrarme. Después, volví a Montevideo y no había nadie que me interesara.  Entonces mi grupo de referencia eran los estudiantes de intercambio. Y por ahí, en algún grupo impredecible de una noche, conocí al amigo del amigo de un amigo. Un brasileño que fue mi primer brasileño, que me enseñó el gusto por un buen morocho de pecho fuerte, labios gruesos, ojos oscuros, pestañas espesas. Todos los que me crucé después, fueron la repetición del brasileño. La primera madrugada a la luz de un candelabro, botella de vino, perdiendo la vergüenza al placer porque sí, sin haber tenido tiempo ni de ponerme nerviosa, pero sin pasar la gran barrera. La sorpresa como nunca antes, del triunfo por encima de mis expectativas: esa noche más temprano, cuando lo descubrí en la fiesta pensé, está demasiado bueno, no me va a dar bola. Por supuesto que la cosa no terminó ahí para mí, demoré años en entender la diferencia entre amor y calentura. Durante meses seguí pensando en el brasileño. Una vez, le mandé una carta con unos marineros vestidos de blanco que conocí en la Plaza del Entrevero, sentada al sol, a mediodía, frente al monumento. Yo me podía poner a charlar con cualquiera, en cualquier lugar, contarle mi vida, hacerme amiga en diez minutos. Pasé años pensando en si esos tipos habrían puesto la carta en el correo de Río de Janeiro, para donde zarpaban al otro día. La conversación empezó porque yo venía del correo, no había podido enviar la carta y les habré contado de mi enamorado. Me parece que había huelga, en la época en que el correo todavía era vital, y se tiraban meses de paro a cada rato. Los marineron me ofrecieron enviar la carta desde Brasil, pero munca recibí una carta del brasileño.
Pero vuelvo a la casa donde estuvimos esa noche, una casa antigua con pisos crujientes, ventana de madera y vidrios a cuadros, el balcón con columnas de cemento torneadas. Durante meses pasaba por esa esquina y me quedaba mirando para arriba, el sol brillando en la ventana entre las ramas de plátanos repletas de hojas, o los postigos de madera cerrados, que no me dejaban verla. Otra tanda de meses estaqueada en un único momento  del pasado. Así entré a la facultad. En pocas semanas, por una continuidad tiempo-espacio de la solidaridad no muy bien definida, pasé de las misas del domingo en el colegio salesiano a las reuniones de la federación de estudiantes universitarios, y de ahí a las marchas, y a descubrir que la militancia y el ligue iban de la mano. Apareció otro morocho, al principio me pareció divino, le decían el Curro, por el Curro Jiménez, una especie de Zorro la teve española con patillas. Era uno de los clásicos estudiantes eternos, llevaba años en la facultad pero no había avanzado mucho. Militaba pero no trabajaba, vivía con la mamá, creía que los científicos en realidad no hacían nada útil, a pesar de que estudiaba ciencias biológicas. Aparecía por mi apartamento todos los días, se quedaba por horas. Cada día que lo veía  me gustaba menos y me aburría más, pero igual le dí una oportunidad: al primer beso, el resultado blando, cuidadoso, medio maricón, me puso en alerta. Yo conocía esa sensación aunque no la había vivido antes: mi madre siempre se ocupó de contarme cómo espantaba a los tipos que la querían vivir, tuve buen ejemplo al menos en algo. El Curro fue el primero, después hubo un par más pero nunca dejé que ningún tipo se instalara en mi casa.

Siempre viví en la burbuja de soledad de hija única, a pesar de que tenía muchas amigas. La paleta de amistades mutó instantáneamente cuando entré a la facultad. Mantuve a las del colegio de curas, pero el cambio de paradigma hacía difícil  sostener las teorías contrapuestas. Hasta ahí la idea estaba clara para casi todo el mundo que me rodeaba: no había que tener sexo hasta casarse, o al menos, hasta tener un novio serio durante un tiempo suficiente como para estar segura de que lo querías o posiblemente, de que te ibas a casar. La religión nos mantuvo tan dentro de la raya en el colegio, que me llevó un buen tiempo acomodarme a la libertad de la mayoría de edad. 


Con mis nuevas amigas de la facultad, yo quedaba en un lugar diferente, era la ingenua, la que no había llegado, la que tenía que aprender todo. Se me sumaba una insuficiencia más a las que ya acumulaba, la familia disfuncional, los padres ausentes, la falta de hermanos, la soledad consecuencia de vivir sola como remedio, la inseguridad sobre la carrera que estaba estudiando, sin hablar de las otras inseguridades, todavía me molestaba mi altura excesiva, las piernas huesudas, yo sentía que me faltaba todo lo que las demás tenían o daban por hecho.
Era el momento de empezar a sumar.  La lista de los besos de sábado a la noche empezó a crecer.  De vez en cuando, alguno caía en el tamizador, alguno  que parecía que me quedaba bien, como el estudiante de Agronomía de Carrasco que buscaba una buena chica católica para casarse, pero que antes se fue con una beca a Canadá. Otros, se veía a la legua que no eran lo que yo necesitaba, pero  igual me tiraba de cabeza, como con el estudiante de Ciencias Económicas, al que le daba clases de inglés en un instituto donde pagaban una miseria, y terminamos en su auto,  haciendo experiencia en bajar la cabeza debajo del volante. Tampoco era eso lo que necesitaba. Por ahí seguían flotando historias viejas, de esas que ya eran imposibles de concretar, como el compañero de colegio que me abrazaba en los cumpleaños para la foto familiar, donde la amistad y la duda dejaban el resto para nunca, o el amigo del amigo con el que salimos en una cita de cuatro, justo cuando no estaba esperando nada, y estaba buenísimo y era muy divertido, pero luego resultó que tenía novia allá en Artigas, como todos los estudiantes del interior. Las cosas no encajaban, siempre faltaban cinco para el peso. Parecía que no llegaba más, eso que yo estaba esperando.

jueves, 5 de junio de 2014

la casa de los hippies


 Entre la lista de visitas ineludibles del verano, figura el pueblito donde nos conocimos con Gerardo hace diecisiete años, en mi siempre mencionada etapa hippie, que terminó abruptamente cuando mi vida se pobló con dos hijos chiquitos y nos tocaron varios  veranos lluviosos en el rancho de veraneo sin agua y sin luz, rodeado de pantano inundado. Cosas de la vida, una gran amiga de aquella época, recién empezó a ir  a este lugar cuando yo dejé de ir, porque entonces le prestábamos a ella y su marido la cabaña. Justo cuando yo empecé a odiarlo, ella empezó a amarlo. Y un par de años después se compraron un ranchito a medias con otra pareja, y desde entonces son felices, ellos nunca salieron de la etapa que se puede considerar un estado estable, la cosa de vivir en campamento permanente de colchones en el piso, convivencia multifamiliar con fondo común para cocinar arroz, polenta, y placidez hippie. No sólo les alcanza  con un solo  baño (chiquitito) a las dos familias, sino que además les sobre el ánimo para invitar amigos y parientes a instalar carpas en el terreno alrededor de la casa que aún está sin terminar de refaccionar.
Así que como siempre, cuando llegamos de visita, hay un grupo de gente que desconozco, sentada alrededor de la mesa, que está bastante atrapada abajo de una cina-cina que da sombra. El terreno es más grande de lo que parece, pero está repleto de monte natural, que no piensan podar para mantener el estado vírgen de la tierra, así que el espacio realmente libre en el jardín es muy poco.
Me comentan que los que están almorzando hoy, son los vecinos de la casa de atrás, con los que también hacen fondo común para las comidas, porque son amigos de verano. A pesar de la repetición de los años, todavía sigo dudando si admirar o abominar del espíritu abierto de mis amigos, y practico mi cara de poker anual, viendo que todo sigue exactamente como estaba el verano pasado, que nadie se cansó ni una gota del estilo de vida, y me voy sintiendo pesada y vieja, y decrépita de burguesa, chiquitita tratando de ocultar mi camioneta grande, y disimulada para no describir demasiado la casa que alquilamos este verano, o menos, la que estamos construyendo para el verano próximo. Pero hay algo obvio, si yo no soy transparente, ella tampoco, ya no es posible que nos comuniquemos como antes. No se trata de hipocresía, más bien es un intento desesperado por encontrarnos en territorio común, encuentre las similitudes. Noto que ella habla de corrido, como sin pararse a descansar, creo que ella también tiene que hacer un esfuerzo para juntar mi imagen actual con la de la flaca de la facultad, la de los eternos pantalones con arabescos, el enterito de jean y las remeras cortadas a tijeretazos.  Qué pasará por detrás de sus palabras, ¿cuál es el texto subliminal de nuestra charla? Por lo menos, ya no me dice que estoy divina cada vez que me ve, como contrapunto a que estoy fuera del sistema, es que ya  no es sostenible. Esa era una punta de la madeja, estás divina, es decir,  te vestís bien y se luce, y te lo juro que te lo digo sin mala onda, de corazón. Y no, ya no queda nada bueno que decir tampoco sobre mi cuerpo: la pancita que quedó instalada después del cuarto hijo me pone más en el lugar de la flaca heladera deforme que en el de la divina, me ponga lo que me ponga. No hay terrenos firmes para nuestra charla, lugares que podamos pisar cómodas las dos, salvo los hijos. Y es que aunque sea una de las amigas que más he admirado en mi vida,  tiene esa certeza de superioridad que le brota, que no puede evitar aunque sea una de las personas más buenas o ecuánimes que conozco. Es  que es un hecho cierto, estoy tan abajo académicamente, profesionalmente, con respecto a mis ex condiscípulos, que es muy incómodo de manejar, para cualquiera. No se la puede culpar a ella, es el resultado de mis acciones, de mis elecciones de madre burguesa. Elegí quedarme con mis hijos. Además, por si caben dudas, la  vida académica se me hizo difícil en muchos aspectos: causa, consecuencia. No quise, no pude, las dos caras de mi personalidad, por eso no la puedo culpar a ella por lo que ve.  Es la gran victoria de los intelectuales hippies, saberse por encima del resto del mundo, con humildad.  El conocimiento es la piedra filosofal. Nada material está por encima de ese tesoro.  Lo sé porque alguna vez estuve ahí. Por eso me pesa tanto ser la madre burguesa que no trabaja, con una casa grande y un auto grande, que no compré yo, aunque parí cuatro hijos, mientras que mi marido hacía su camino en el mundo de los negocios hightech.  En cambio  ellos, mis amigos hippies, están en un pedestal, siguen sin necesitar comodidades, o un baño propio, o una casa para una sola familia. No, les alcanza con la superioridad moral que emana de su lugar en el mundo, de la investigación, de la universidad. Y seguro si yo le digo todo esto me va a decir que no, que estoy loca, y  ella no está en ningún pedestal,  como tampoco me diría que vive en comunidad hippie, no porque no le alcanza para pagarse unas vacaciones propias, sino porque realmente está eligiendo una opción de vida. ¿Más para admirar?. Será que yo perdí la capacidad de comunión (¿a mediano plazo, como unas vacaciones completas?) con alguien que no sea mi propia familia nuclear. O será que yo apenas logro transcurrir la vida diaria con mi marido y mis hijos, que me llenan y me completan y me agotan todos los huecos mentales y sentimentales. No me queda mucho espacio para compartir la casa,  la cocina,  el baño.

martes, 8 de abril de 2014

Vengo de un planeta lejano




Creo que siempre pertenecí a otro mundo. Yo vengo de un lugar habitado sólo por mí. Antes de cumplir tres años, estuve en cama durante dos meses. Un pediatra muy viejo me diagnosticó fiebre reumática, algo no tan común desde que se generalizó el uso de antibióticos. Como otras veces en mi vida, se juntaron dos sucesos independientes: un doctor con ideas antiguas, y una familia demasiado aprensiva. Me llevaron a tres o cuatro o cinco consultas más, los demás doctores dijeron, esta niña no tiene nada. Pero mi madre prefirió quedarse con el diagnóstico más grave, para poder mantener el control del mundo, del destino, del azar. El tratamiento consistía en una inyección mensual de una penicilina de larga duración, muy dolorosa, no hacer ejercicio, tomar una aspirina diaria, análisis de sangre periódicos, visitas al doctor. Una lista de asuntos incómodos y dolorosos que  me pusieron al margen de la normalidad desde que tengo memoria. A la base inicial se le fueron sumando más puntos: mi padre se fue a Venezuela a probar suerte pero tuvo un surmenaje,  perdió la memoria, lo fueron a buscar, volvió y se internó en una clínica psiquiátrica.
En mi familia abundaban los abuelos, me habían enseñado a   llamar abuela y abuelo a todos mis tíos abuelos. Ese era otro detalle que me desconcertaba. Yo tenía una familia rara. Uno de mis tíos abuelos era El Padrino de todos los sobrinos, el dueño de la carnicería familiar, el hombre que tomaba las decisiones: todos sus hermanos eran sus subordinados, todos hacían lo que él decía.  Y a mi padre lo llamaba el Microbio, porque no era suficiente hombre para mi madre. Luego de alguna conclusión suya sobre lo que convenía hacer o no, mis padres se separaron.  Mi naturaleza extraterrestre se hacía cada vez más visible. Cuando entré a primer grado,  yo era la única que tenía padres divorciados en aquel colegio católico que quedaba como al final de Montevideo,  en la parada final de varios ómnibus que recorrían la ciudad: Lezica-Sant Bois.  El colegio y el manicomio, uno casi al lado del otro. Como en todos los colegios, había mamás que esperaban a los niños a la salida de la escuela, había mamás que hacían tortas, que iban a las reuniones de padres, que llevaban niños a los cumpleaños. A mí, me llevaba mi abuela a todos lados.
En la fila de la clase, yo iba última. Era más alta que casi todos los varones. Me hice amiga de una nena bajita y redonda,  que tenía hoyuelos en los cachetes, y  llevaba las trenzas  negras atadas con cintas blancas. Yo era larga, finita y algo torcida, como una rama de paja brava. La maestra me hizo sentar en el fondo de la clase. Mi amiga chiquitita, estaba en la primera fila. Pero apenas pasaron unas semanas cuando la maestra notó que yo achicaba los ojos para mirar al pizarrón, mi abuela me llevó al oculista, y de pronto, aparecí en la escuela con unos lentes rectangulares. Desde entonces me senté en la primera fila. Al lado de mi amiga a la que todos llamaban la peti, aunque en realidad, el nombre se lo había puesto yo.