sábado, 15 de septiembre de 2012

Desfasados


El momento pasó, pero como siempre pasan las cosas, pasó a destiempo. Cuando Esteban volvió de su último viaje, ya lo tenía definido. La calentura tiene fecha de vencimiento, y ésta se le había pasado. Que se vaya a la recontra mil que la parió, Lía. Y con eso cambió de aire.
A mí por debajo de los kilos de argumentos racionales, me quedaba flotando sutil el deseo como un perfume con buen fijador aunque me decía, es una fantasía y ya está.  La solvencia moral pudo más que el instinto, aunque se le podía llamar histeriqueo, y si no fue eso, el hecho de que todos mis movimientos eran rastreados por SMS, celular, o whatsapp, contribuyó lo suficiente para  mantener la cabeza fría. Hasta esa tarde en que de pronto me encontré en el auto de Esteban. No fue casualidad, sutilmente  permití que la logística familiar me dejara sin su auto ese día. La coincidencia, sí, me servía perfecto el trayecto de Esteban hasta su casa. Somos vecinos. Unas pocas cuadras separan sus colchones matrimoniales.
Era más temprano que de costumbre, salíamos de una presentación para un cliente, pero ya no daba para volver a la oficina. La casualidad llegaba tarde, pero al fin estaba de mi parte. Pero tarde. Quizás.
Esteban no dudó, estaba acostumbrado a tomar decisiones y no cambiaba de opinión dos veces sobre un tema: Me voy temprano a mi casa, me dijo. Ya fue, le faltó decir.  Yo lo  escuché desde muy lejos, tomando distancia, aunque estaba en el asiento del acompañante. Me acordé del Titanic, chocando con el iceberg. La incomodidad existencial. A veces se hace tan densa que hay que esquivarla. O te agujerea.

Al otro día todo siguió igual que siempre en la oficina, salvo que la capa de incomodidad se volvió algo más espesa, y las coincidencias empezaron a abundar, a destiempo. De pronto empezaron a sobrar momentos de estar solos, en la máquina del café, en el ascensor, que ahora parecía otro, hasta en el bar de enfrente. La coincidencia total, pero desfasada. Hasta en la calle. Cuando por fin salí de la oficina, a última hora,  ahí estaba Esteban de espaldas, en la esquina,  muy cerca de Claudia, la Manager de los vestidos animal print, la que lleva escotes abiertos en pleno julio, y siempre se inclina hacia adelante cuando habla con los tipos. No tiene conflicto ético para acostarse con nadie, está divorciada. Tiene otros problemas, en todo caso. Se le notan en el pelo, muy parecido al de Alaska, de Alaska & Dinarama. No puedo dejar de pensar eso cada vez que le miro de reojo los mechones de la melena larga hasta mitad de la espalda, desparejos y largos. No lo comenté nunca con nadie de la oficina, porque dudo de que alguien recordara a Alaska & Dinarama, aquel duo pop español de los ochentas. Es un chiste sin gracia. No como el chiste del que se estaba riendo Esteban, mientras Claudia se inclinaba hacia él con la raya de las lolas bien visibles en el escote. Esteban me saludó  al pasar con un adiós alto, bien de jefe, mientras que Claudia le puso toda la onda a su chau simpático, canchero. Yo pasé de largo, derecho al estacionamiento. Esteban y Claudia empezaron a caminar en la dirección opuesta. Para el lado del telo de la otra cuadra.




Capítulo II-En el aire

Capítulo I- En Morse


jueves, 6 de septiembre de 2012

la vicepresidenta


Ella era una Blancanieves con látigo y botas altas. Podía usar perlitas de oro pero combinadas con musculosa gatuna y minifalda negra.  Mentirosa con su vocecita cantarina y ojos simpáticos, de verdad, era una yegua. Morocha de pelo largo, con mucha cadera. Me la podía imaginar sacudiendo la melena, ofuscada, mientras me gritaba:
-vos sabías perfectamente que yo estaba trabajando en ese tema y tenías que preguntarme a mí qué  hacer, ¿no lo entendés? no tenés autoridad acá, yo soy la vicepresidenta, la presidenta en ejercicio, ¿te creés que me estás pasando por encima? A ver, ¿me podés decir qué formación tenés vos?
Y  mientras, del otro lado del teléfono, yo le enumeraba los renglones de mi currículum, me la imaginaba  de piernas abiertas en su silla giratoria,  una mano sosteniendo el celular y la otra, un poco distraída, entrando por entre la bombacha y el pubis, abriéndose camino entre los labios hasta encontrar la piel suave y húmeda del clítoris, latiendo sorpendida de lo ajeno de sus propios dedos fríos que la despertaban extrañamente a otros sonidos silenciosos, hasta que no escuchaba más nada de lo que yo le decía. Cuando terminé de hablar, del otro lado había sólo silencio.