viernes, 9 de octubre de 2009

La esquina rosada




Después

Aquella mañana de Marzo me desperté temprano, me duché rápido, y me vestí decidida a excitarlo. Elegí la musculosa azul y lila, que se ataba al cuello, dejando la espalda bronceada al alcance de la mano. Preferí usar unos pantalones ligeros -antes que una mini-, y las sandalias de cuero estilo sesenta. Con eso bastaba. Salí con el pelo mojado. Yo volvía de las vacaciones entre dunas, playa, y atardeceres. Todo era posible.
Caminé las tres cuadras hasta la parada de ómnibus. Él estaba ahí, esperando. Como siempre, le di un beso leve en la mejilla, aunque lo que quería era besar lentamente sus labios gruesos, como soñaba tantas noches.
El ómnibus llegó, lento como siempre. Por el camino subieron los pasajeros habituales, algunos compañeros de facultad, amigos circunstanciales, que sospechaban, o quizás envidiaban intrigados, la pasión disimulada. Yo charlaba sólo con Martín, no veía a nadie más que a él en el 128. Por fin, bajamos en la esquina del edificio viejo, y seguimos la pendiente de la sierra olvidada debajo de las calles del Cordón. Cada uno se dispersó por su lado, con la tranquilidad de saber que el otro estaba cerca, como un talismán.
Entré a la biblioteca, antigua capilla del convento donde se instaló la Facultad, rodeada de laureles y parrales, con una fuente circular al frente. Subí a la sala de lectura y me metí en uno de los cubículos rectangulares, sin ventanas. Él entró poco después, junto con otros compañeros. Preparábamos un póster para el Congreso de Antropología Latinoamericana.
Yo hacía esfuerzos por parecer concentrada en recortar y pegar, mientras me perdía mirando sus ojos negros y su boca, el pelo desordenado. Trabajábamos inclinados sobre la mesa, frente a frente. Yo sentía su aliento a café, respirando sobre mí.
Levanté la vista y él estaba ahí, mirándome fijo, tan cerca que podría haberlo besado. Hoy iba a ser el día.
De repente, entró Adriana, la directora del proyecto, con su pollera larga y su chaleco a cuadros, el pelo con permanente, y su vocecita.
-¿Cómo van?
Me miró con la envidia de sus viejos treinta y tres años, con la certeza atravezada en su corazón, recordando el apartamento que le había comprado su padre, el previsor, que conocía a su hija y no creía que fuera a conseguir marido.
Miró a Martín como siempre lo hacía, con cara de melancolía y amor maternal, todo junto, y con la impotencia de saber que él no la deseaba. No dijo nada y se fue. Sabía que estaba de más.
A mediodía almorzamos con otros amigos. Yo intentaba disimular el temblor de mis manos mientras cortaba la tarta, o para tomar el vaso de la mesa. Cuando salimos de la cantina, él caminaba tan cerca, detrás de mío, que pisó el taco de mi sandalia y la rompió. Me hablaba con una voz tan suave que podía adivinar su exitación.
-Disculpame
-No pasa nada
Pasamos toda la tarde deseando tocarnos.
Llegó la hora de irse. Las eternas cuadras hasta la parada, siempre con gente alrededor, la charla, las bromas, formaban el escenario de la expectativa y las ganas contenidas.
Ya eran las cinco y media. Bajamos juntos, en la parada de siempre: Rivera, frente al Zoológico. Pero esta vez doblamos por La Gaceta, hacia la rambla. Llegamos a la puerta de un hotel, de paredes rosadas y puertas marrones. En esa esquina, alejada del tránsito, surgió la conversación obligada.
-¿Estás segura?
-Sí
-Mirá, yo no estoy enamorado, no te quiero lastimar
-No sé, entonces mejor no
-¡No! ¿Cómo me vas a decir primero que sí y después que no? me muero...
-Está bien, vamos.
No me importaba nada más. En ese momento quería tener su piel pegada a la mía, sudar juntos y sentirlo entrar en mí.
Atravesamos un pasillo oscuro, y subimos una escalera alfombrada, apenas iluminada con lucecitas rojas en los escalones. Estábamos nerviosos. Llegamos a una habitación también en penumbra. Una cama circular hacía la situación más extraña. El olor a incienso era fuerte, pero pronto se desvanceció, cuando empezamos a besarnos. Fueron besos eternos. Mi lengua lamía sus labios y su lengua y más me humedecía. Cerrábamos los ojos y los abríamos, sintonizados. Al fin lo tenía, sintiéndolo todo pegado a mí.
Rápidamente me desnudó. Yo sentía su pecho, sus piernas calientes, su sexo duro contra mí. Luego posó apenas sus dedos sobre el clítoris mojado, sólo un toque, y después sin equivocaciones, empezó a remontar camino hacía mi interior. El viaje fue rápido, lo esperábamos hacía años, y llegamos juntos, mientras el mundo se esfumaba en ese orgasmo.
Después, un momento perfecto. Estábamos libres y relajados. Él me besaba por debajo del ombligo, una piel entonces bronceada y firme, con algunos vellos rubios, que llegaban hasta el pubis. No existía el tiempo, aunque no teníamos mucho. Pronto volveríamos al mundo real.
Esa noche no me sentí una infractora. Estaba demasiado felíz y cansada. Resonaban la paz y el silencio en mi cabeza. Y mi cuerpo flotando en el sofá, mientras en la televisión daban Footloose, y me devolvía a mí misma, muchos años atrás.

Antes

Martín tenía veintisiete años y yo, veinticinco, entonces. Había sido la primera pasión puramente sexual de mi vida. Sin sentimentalismos. Cada uno tenía su pareja. Nos creíamos taan adultos. Pero, un año y medio después de desearnos en cada palabra y en cada mirada, una tarde, antes de la primavera, me pareció ver amor en sus ojos. Tratando de disimular la sorpresa, sentí algo líquido, cayendo al vacío, dentro mi vientre. En ese segundo, en otro 128 lleno de gente, detenido en el semáforo frente al Parque Rodó, me enamoré. Siempre algo arruina la perfección.

Mucho después

Vuelvo a Montevideo después de doce años, con Javi, mi segundo marido, y mi hija Angela. Ya no tengo mi lugar aquí, vendimos el apartamento del BHU al separarnos con Guillermo, un tiempo después de vivir en Madrid.
Yo he cambiado mucho. Observo los cambios en la ciudad: lo fundamental sigue igual que siempre. Ahí está la cúpula brillante del edificio del viejo Sorocabana, donde vivió mi abuela. El tiempo se detuvo en algunas esquinas del Centro. Me encuentro con amigos mantenidos por años, vía e-mail. Escucho la charla de antes, la de siempre, que hace una eternidad no escuchaba: me asombra y me alivia. Me cruzo con conocidos por las calles. Abrazos, reuniones.
-¡Qué hacés por acá!? ¡Tanto tiempo!.
En un momento, alguien comenta:
- Lucía, sabés que Martín se vuelve de Estocolmo. Se separó de la mujer, y allá se enganchó con una chilena. Tiene una hija. La lista del paradero de los emigrados continúa. La mitad de los uruguayos de mi edad, deambulamos por el mundo. Dejo de oír lo que me dicen. Me sorprende escuchar ese nombre después de tanto tiempo. Martín. Los lugares del pasado siguen ahí, pero nosotros no. Los recuerdos se hacen cada vez más irreales, más inasibles. Sé que en una época, al verlo llegar, tenía que hacer esfuerzos para seguir respirando sin agitarme. Su nombre pronunciado en el aire, me aceleraba el pulso. Martin. Hoy pasé por la calle La Gaceta, y en vez del viejo hotel, encontré una torre brotada de balcones vidriados, con el nombre ¨Esquina rosada¨.