viernes, 24 de abril de 2009

la boxeadora






Me visto de negro. Short, musculosa, zapatillas, camperita con capucha. Empieza a sonar la música. Entramos en calor. Piñas frente al espejo del gimnasio. Hay hombres pero la mayoría son mujeres. Muchas pegamos mejores piñas al aire que los hombres. Y patadas voladoras. Al ritmo de ¨Satisfaction¨ , remixado con sirenas de policía. La ficción nos sale perfecta. En un buen día me siento Cameron Diaz en ¨Los ángeles de Charlie¨. Me pregunto a quién le pega cada una de estas mujeres. A qué personaje invisible le estamos metiendo esos ganchos derechos. Y el golpe al estómago me sale bien.


http://www.lesmills.com/global/en/members/bodycombat/learn-the-moves.aspx


martes, 14 de abril de 2009

el tiempo en el reloj




Pasados


Ya había entrado a tantas casas, en tantos barrios, que no le ví nada de especial a ésta, encerrada entre otras dos casas iguales a ella: los mismos balcones, las mismas puertas, sólo un farolito al lado del timbre le daba un detalle diferente y exclusivo entre sus semejantes.  Al abrir la puerta, percibí ese aire añejo y desteñido de los lugares que guardan recuerdos entre sus paredes, aunque los habitantes y los muebles ya no convivan bajo ese techo.  Sentí al caminar por el corredor, como que interrumpía una reunión confidencial entre los pasados más y menos remotos, donde el presente quedaba excluído.  El lugar estaba completamente vacío, pero yo lo sentía repleto de recuerdos invisibles.  El sol se abría paso a través del  polvo denso de las ventanas, y pensé que quizás era su calor que mantenía la atmósfera en estado de vigilia.  Pero entonces advertí un objeto oscuro
en el piso, a mi izquierda, apenas fuera del perímetro de luz sobre la madera opaca; era un reloj  de péndulo con tapa de cristal, rectangular, con números romanos y unas agujas largas y trabajadas, que marcaba las cuatro y tenía la puerta abierta.  Así fue que supe de dónde había escapado el tiempo que vivía en esa casa.




                                          Melusina, 1992

martes, 7 de abril de 2009

El tren del invierno







Llegó apurado, como si el tren estuviera  a punto de partir.  Se sentó en un asiento quedaba vacío.  Se lo notaba ansioso, no paraba de mover los pies: a veces daba golpecitos con uno solo, otras veces, alternaba el movimiento. Cruzaba los pies, estiraba las piernas, las volvía a cruzar.   También se acariciaba las mejillas, con gesto preocupados.  Todavía faltaban quince minutos para que el tren partiera.
El día gris que se dibujaba por las puertas de la estación, hacía pensar que el vagón era una especie de cueva  subterránea que protegía del frío y de la tormenta invernal que en cualquier momento comenzaría.
El chico nerviosos llevaba calzoncillos de lana.  Se le notaban por debajo del jean.  Eso le daba un aire de fragilidad que contrastaba con su gorra y campera verdes estilo militar.  Más bien parecía un militar de la Antártica, yo que su campera tenía  una capucha bordeada con piel oscura. Quizás para contrarrestar su naturaleza friolenta y casi inocente, es que se había hecho un piercing en el labio inferior.  Con aquel símbolo ritual parecía decir:  ¨¡Alto!  No soy tan frágil como parezco.  Tengan cuidado.¨
El tren arrancó su marcha.  El movimiento inicial, siempre impredecible, lo tomó por sorpresa.  El movimiento de vaivén se fue acelerando, ruidoso y pesado, un poco sacudido sobre los viejos rieles.
El muchacho dejó de mover los pies.  Observaba el paisaje gris a través de la ventanilla, con la mejilla apoyada sobre su mano.  El tren atravesó el territorio solitario sembrado de rieles y cables, de villeríos lejanos y rascacielos intocables como telón de fondo.
Cuando el tren se detuvo en la primera estación, el muchacho se puso alerta, como si hubiera percibido un sonido que lo despertara de su meditación. En cuanto sintió el movimiento nuevamente, se calmó.  El tren seguía su marcha. 
Imperceptiblemente, el cielo empezó a oscurecerse, cada vez más.  Los muros sucios, que alguna vez fueron blancos, reflejaban un resplandor apenas violeta.
El muchacho miraba hacia abajo, para no marearse con la sucesión de imágenes que pasaban por al ventanilla. Los árboles, esqueletos negros que protegían este tramo del camino, parecían tristes guardianes de las vías manchadas de aceite.
El tren se detuvo en la siguiente estación.  El chico se enderezó, miró alrededor.  El cielo estaba más negro, casi no se veía nada afuera.  El chico sujetó con las dos manos la mochila negra que llevaba en la falda. Que no se le fuera a olvidar. 
En este tramo el tren parecía ir más y más veloz.  A través de la campera verde se empezó a distinguir el fondo rojizo del tapizado de los asientos.  La cara y el gorro verde permitían ver algo de la ventana del otro lado del tren. 
A medida que la velocidad aumentaba, el volúmen que ocupaba el cuerpo del muchacho, se iba convirtiendo en una masa de puntos negros y verdes, algunso beige, cada vez menos densos.  Pronto se parecía a la nube de humo que dejan los camiones viejos por la ruta.
El cielo estaba cada vez más negro.  Nadie iba sentado al lado del chico nube de humo.
Entonces el tren empezó a disminuir la velocidad, en un decampado, y en una curva se sacudió tanto que deba la impresión de que iba a descarrilar. 
Con el salto brusco, la nube negra se disolvió completamente.  A la vera de la curva apareció un pequeño pino verde, no muy alto, con su tronco negro, y con un arito  plateado que colgaba de una rama.  Su verdor contrastaba con los paraísos desnudos y los plátanos secos. 
El tren se detuvo en la siguiente estación.  Un muchacho de unos veinte años, subió y se sentó en el asiento.  El tren arrancó. El muchacho se acariciaba la cara gesto preocupado

viernes, 3 de abril de 2009

La primera vez



Alguien me contó hace poco, que le pasó algo parecido a esto. Y eso me hizo acordar...


Una sola película en la vida me produjo arcadas. Un cocinero sádico, elegía sus víctimas para cocinarlas en originales variantes. Los ingredientes de las macabras recetas incluían sangre, como  mínimo, órganos externos o visceras, orina o materia fecal, y combinaciones de todos ellos. Me acuerdo que la gente en el cine, se levantaba de los asientos y se iba yendo, indignada, o espantada.  Yo nunca me había ido del cine antes de terminar una película. 
Era mi primera vez en un cine de la calle Lavalle, la primera vez en el cine en Buenos Aires.  La primera vez que me levanté del cine y me fui.  Era esa  época en la se tienen  muchas
 primeras veces por delante, muchas expectativas-fantasías-esperanzas.   Todavía me pregunto, ¿hoy me iría de ese cine  o me aguantaría  hasta el final para ver cómo terminaba esa asquerosidad de película?

Nuestro mundo es ese poquito que nos rodea, y sin embargo es nuestro universo personal.   La ecuación que rige nuestras pequeñas vidas, tiene muchas variables. ¿Tiene infinitas variables? 
 Nos gusta imaginar que sí, en nuestra infantil soberbia.  Pero no.  Nuestras posibilidades, nuestras probabilidades están acotadas,  somos una probabilidad de 1/x,  nos guste o no.  Bueno, somos el producto de la probabilidad de sucesos independientes, está bien. Tenemos algunas chances más. 
  Si pudiera repetir los cálculos de mi vida, ¿volvería a caminar sola hasta una terminal en Brasil?,¿no cocinaría ninguna torta durante la adolescencia? 
  Pero, alto.  Si cualquier otro sujeto en el mundo decide rehacer los cálculos de su vida, al mismo tiempo que yo,  ahí se me armaría el problema matemático, y de repente
 me cambiarían las opciones, bah, las variables.Uf.   Ni hablar si a dos sujetos les da por hacer ecuaciones complejas con su vida, a la vez que yo lo intento.  Terminaríamos todos locos, 
encerrados, y si el psiquiatra resulta que no quería hacer eso, que quería tocar el piano. De pronto, te encontrás encerrado, enchalecado, empastillado, y el doctor quién es, a este no lo conozco, 
traiganme al otro, ¡al otro!.
Entonces al final no es tan malo tener una sola opción, una sola oportunidad de vivir  la vida por primera vez.  Una segunda oportunidad también, sólo se tiene una vez.  
Un día de estos me alquilo el DVD y te cuento el final.  ¿lo conseguiré?